Me conquistó y hasta día de hoy si no la he visto mil quinientas veces no la he visto ninguna. Cuando digo que ocasionó un cambio en mí me refiero sobretodo a la manera de ver el cine, Desayuno con diamantes no era una película cualquiera, a partir de entonces mi intención era ver más películas de Blake Edwards, leer libros de Truman Capote, comprar la película original y verla hasta en Sueco con subtítulos en alemán. Y cómo no, recorrerme la filmografía de Audrey Hepburn enterita. Yo no quería verla al igual que un 90% de chicas en el universo, como una estampa en mi bolso o cómo un cuadro más en mi habitación. Hace muchos años que admiro a Audrey Hepburn, en primer lugar porque gracias a ella llegué a conocer y a disfrutar como una coneja de directores como Billy Wilder, Howard Howks, William Wyler, Stanley Donen o Alfred Hitchcock, y a partir de ellos, empezar a investigar el mundo del cine y a dedicarle un tiempo considerable en mi vida.
En segundo lugar, admiro a Audrey Hepburn porque me recuerda, en muchísimos aspectos (tanto físicamente como en su forma de ser y de actuar con el resto de seres vivos) a la mujer que más he admirado y admiraré en mi vida, a mi abuela Montse. El año pasado, en un pequeño pueblo de Suiza, Tolochenaz, fui a visitar la tumba de Audrey Hepburn y en cierto modo me sentí también delante de mi abuela, que aun que fue incinerada hará unos cuatro años, su bondad, sus ideales y su alegría siguen latentes en mí siempre; acentuándose aun más cuando veo actuar a la señorita Hepburn. Quizás por eso Desayuno con diamantes, a pesar de no ser mi predilecta ni mucho menos, es la más especial.